Todo lo sucedido durante la mañana parecía a la hora de la siesta como de otro país o de otro tiempo, el sueño feliz de un desconocido. Madrugar para ir al instituto, mal dormido como siempre y con una cartera repleta de deberes sin hacer y apuntes viejos doblados por las esquinas, y también el tedio infinito de las clases, mirar a Susana un día más, sus brazos dorados, y mirarla y mirarla sin esperar nada, un triste avión de papel, resulta que eran la gloria, la dicha absoluta pero él entonces no podía saberlo.
No podía imaginar que estaba habitando el paraíso, más bien le parecía una mierda todo aquello, el bocadillo con el pan de ayer, el fútbol sin ganas, los granos en la cara, no saber ya ni cómo sentarse, dónde coño poner las piernas después de cinco horas en el aula. No podía saberlo porque todavía su padre no le había llamado para decirle, con toda la ternura de que es capaz un oso, que su madre siente sólo que se agota a cada paso, pero que en realidad lo que le pasa es que se está muriendo y, en opinión de los médicos, en pocos días se quedarían solos.
El infierno podría ser eso, el golpe brutal que de repente te obliga a mirar la actualidad más hiriente como dulce pasado y, por el giro vertiginoso de esa mirada, comprender que una existencia derrotada y sin esperanza había estado siendo el cielo y él sin sospecharlo ni de lejos; y que en la verja del edén, junto a la puerta de salida, la madre va a morirse como puede morirse una tarde, borrosamente y sin saber.
Días de aire, días de vivir como flotando en medio de las cosas que van perdiendo su forma y su relieve, de ver cómo el dolor se impone a fuerza de empequeñecer todo lo demás, devorando el sentido del mundo y la gravedad de sus asuntos. Lo que hasta ayer le preocupaba tanto, la soledad, las notas, las fatigosas búsquedas deja de pronto de importar y toda esa libertad amarga, todo ese sucio peso que se sacude de encima, deja lugar tan solo a un frío inacabable contra el que nada puede la comprensión solidaria ni los refrescos gratis, la silla que le ceden sus compañeros ni la humedad de las miradas que le envían. Días de llegar a casa, descargar los libros en el suelo del vestíbulo y entrar corriendo a su cuarto para verla. Y pensar "verla" y pensar "todavía". Y hallarla rodeada de cojines con su camisón nuevo de recibir a los médicos, casi siempre merendando a esa hora, su tazón de leche templada, el temblor de la galleta mojada hasta llegar a la boca. Días de prometer ayudar a su padre y de prometer estudiar mucho, de prometerlo todo, todo, y traer de la cocina vasos de agua, de vencer el rubor y acariciarle el pelo. Y notar el alma como ostra sumergida en limón. Días de no poder llorar para que no sepa. Días de cenar solo, de televisión bajita y cielo que se desploma.
Si ella desaparece, quizá no regrese más el sentido de las cosas, ni la urgencia de los asuntos. Quizá todo se quede para siempre dando igual y el mundo con todos sus cachivaches y a caballo del mundo él mismo se conviertan sin más en algo que simplemente no importa, como parece ser en este gris ahora en que, sentado en el balcón sobre una caja de gaseosas, ha hundido en sus manos la cabeza. Como cuando estás empapado y continúa lloviendo, como cuando estás muerto pero nadie está dispuesto a dejarte de herir. Y cada cuchillada da lo mismo, y cada dolor es como un dolor en sueños.
Algunos familiares se han ido acercando por el pueblo, sobre todo los fines de semana, los domingos no faltan palmadas en la espalda. Los hombres no dejan de ofrecerse para viajes a la farmacia, lo que haga falta, tienen el coche en la puerta, cualquier gestión, cualquier cosa y se sientan a leer el periódico si no hay nada que hacer y se levantan de nuevo y van y vuelven de comprar tabaco, mientras las mujeres se ponen los delantales de la enferma, colores de madre, y preparan guisos, menús de batalla que luego todos comen entre ruidos de cristal y cucharas y murmullos que hablan de salir del paso, goteros y salir del paso, la primavera que viene y salir del paso, huérfano y salir del paso.
Ahora que las cosas comienzan a ponerse realmente mal y la madre ya casi no habla y respirar es algo que empieza a cansarle demasiado, también ha venido tía Marta, la de Barcelona, la prima hermana más joven de su padre, con el que se ha quedado a hablar de madrugada y ha preparado el café de las confidencias y los proyectos. Pero son de papel de fumar las paredes del insomnio y el chico escucha desde su habitación agarrado a la bolsa de agua caliente cómo su rudo padre, vacilante y envejecido más que nunca esta noche, habla con tía Marta, de la que él sólo conoce los comentarios del pueblo cogidos al vuelo de aquí y de allá, cosas sueltas, como que fuma rubio americano y gasta demasiado en peluquería, que el pobre de su marido tuvo que dejarla aborrecido, que no es buen ejemplo para su hija Inesita porque todo se acaba sabiendo y ha tenido amantes y amantes era una palabra que al muchacho le remitía sin saber por qué, quizá por obra y gracia de alguna vieja película olvidada, a la parte alta e interior del muslo femenino, justo donde está la frontera entre la media y la carne, entre el tejido y la piel pura y terrible, donde termina la seda y empieza la mujer, lo que es mujer mujer, con esa otra manera de ser suave, suave con temblor y respuesta, no suave seda sino suave calor. Y en todo esto había pensado aquella vez, en una de las raras ocasiones en que la había visto, en una boda, bailando sola después de la cena, con una reluciente copa de champán en la mano, zigzagueando entre medio de mesas y miradas, amante, haciendo girar su falda entre todas las miradas, amante, y echando con un movimiento de cabeza la melena hacia atrás, garbanzo negro, bomboncito negro, fatal bombón de licor. Y ahora tía Marta, en zapatillas y dulce en el silencio de la noche, tía Marta, a la que él había oído tantas veces referirse como "esa guarra", se preocupaba por él que supuestamente dormía en el piso de arriba como nadie hasta ahora había hecho. Trataba de convencer a su padre de que en el pueblo no estaría bien atendido, que sería bueno para él abandonar por una larga temporada esta casa que sólo iba a traerle recuerdos y más recuerdos y ninguno alegre porque a su edad estas cosas son todavía más terribles, aunque terribles lo son para todos, claro, y había que mirar por los estudios, sobreponerse y pensar en los estudios del pobre chico, y cerca de casa está el mismo colegio al que va Inesita, por ejemplo, que si no son del mismo curso poco se llevarán, y es un colegio mixto, y él desde arriba leyó mixto, chicas de ciudad, chicas no como Susana, mientras Tía Marta seguía hablando en el salón, empezaba a arañar los muros de su angosta mazmorra, y su economía ahora parece que anda bien y el piso es grande y cosas así, mundo que se desmorona, distraerse un poco, alma que cae a los pies, sobre todo que el muchacho se distraiga un poco.
Tía Marta, la amante que bailaba sola con sus largos guantes y la bebida en la mano, venida de la ciudad inmoral y lejana, surgida del cine como una diosa de las aguas, opinaba que lo mejor para el chaval iba a ser de momento irse con ella y con la prima Inés, la que había sido aunque nadie lo sepa, su novia preferida de la infancia, princesa del desván, traviesa como nadie a la hora de la siesta hasta que dejó de venir los veranos a raíz del divorcio de sus padres y todas esas habladurías de las que había que mantenerla a salvo. No será ya la niña que devoraba tebeos y destrozaba sus vestidos al trepar a los graneros ni la enfermera maliciosa con su cofia de papel de cruz coloreada con pinturas Alpino que amenazaba con chivarse a lo que habían jugado consiguiendo así cromos y promesas, canicas y sonrojados besos. Hoy, a buen seguro, atravesará la ciudad veloz sobre su motocicleta, iluminada por todas las farolas y neones a la orilla del mar.
Terminada la conversación en la planta de abajo, el muchacho continuaría varias horas con los ojos abiertos en la oscuridad. Inés, en su imaginación, seguía recorriendo sin fin las calles nocturnas de una ciudad, hecha de sábados y luminosas imágenes de tarjeta postal, que acogería la nueva etapa de su vida, los días de libertad bajo gaviotas y torres de cristal. Y soñó un colegio repleto de muchachas, amigas de su prima, y ser allí el huérfano recién llegado del que hay que estar pendiente, sobre todo cuando pierde la mirada en el vacío. Y una habitación con mesa y flexo de delineante, de esos que se doblan por todas partes y citarse en bares de tres pisos al empezar las noches de los viernes, y los cuidados de tía Marta, el vaso de leche de antes de dormir servido por unas manos con las uñas pintadas de granate. Y escuchar después, desde su habitación, los ruidos de los hombres que en la madrugada entran y salen como Pedro por su casa.
Los siguientes días, los más duros hasta ahora de la enfermedad de su madre, los vivió el chaval secretamente sedado por esa esperanza frágil que, sin hacer menor el mal, lo embellecía sin embargo con una belleza como de mar de nubes porque hacía temblar en cada minuto la fuerza del destino con su arco tensado. Quizá no sea posible dejar a la tristeza sin sujeto, arrebatarle la víctima, resbalar de sus fauces sedientas de amargura inocente y huir disfrazado a un territorio lejano y desconocido, pero todo antes que sentarse a esperarla aquí, de brazos cruzados, en el destartalado pueblo, capital del hastío, con su insoportable hedor a tiempo de descuento, a pescado ya vendido, a la cera que arde es toda la que queda. Al menos allí, más allá del dolor que habrá de arrastrar como a un oscuro perro, asomará algo a lo que pueda llamarse la vida por delante y al futuro dejará de contemplarlo como a un gran bloque de cemento detenido, colosal y helado ante sus ojos.
Los veranos regresaría al pueblo con camiseta y gafas de sol y preguntaría a los chicos en el bar si las cosas siguen como siempre, si a esto le llaman vivir, si de una vez por todas no se cansan del autobús de los sábados a la capital de comarca perdiendo el culo detrás cada fin de semana de las mismas cuatro estrechas o de la humedad del local de juventud con su estufa de butano y sus cajas de cervezas caducadas y carteles descoloridos de conciertos en los que ninguno de ellos puede decir que estuvo. Les preguntaría si en serio pueden soportarlo y, como quien no quiere la cosa, también les sacaría cosas de Susana, a ver lo feliz que era ahora que él se había ido y en qué habían quedado todos aquellos humos, sus aires de princesa, los perfumados sueños que lo excluían. Seguramente se arrepiente, ahora que ya es tan tarde, y va escribiendo su nombre en cuadernos escondidos.
Una de esas tardes, al llegar el chico a casa, encontró el ambiente totalmente distinto. Había un alborozo contenido que, sin llegar a romper del todo el grave clima de silencio, se traducía sólo en cuchicheos y rapidez al andar. Por primera vez en mucho tiempo, se oyó cómo una de las tías que preparaban aquel día la cena silbaba entre sartenes una canción de moda. Habían llegado buenas noticias y resultaba que, sin echar las campanas al vuelo, ni mucho menos, los médicos ahora opinaban, por los resultados de las últimas pruebas realizadas, que la madre no estaba en realidad tan mal como ellos habían creído, que se había recuperado sorprendentemente bien y que si seguía, atención, si seguía a rajatabla el riguroso tratamiento había fundados motivos para la esperanza. Después de la cena, su padre quiso que brindaran todos con un poco de sidra y agradeció a todo el mundo sus oraciones y los cuidados y las molestias que se habían tomado y animó al chaval a que echara el resto ahora con los estudios, recuperar el tiempo perdido y darle duro y que para la siguiente evaluación tratara de sacar adelante las asignaturas que pudiera. No valían excusas gracias a Dios ahora que la camisa empezaba de nuevo a llegar al cuerpo, porque gracias a Dios parecía ser que todo había quedado en un inhumano susto, pero susto al fin y al cabo, gracias a Dios, al Dios gris que de paso le robaba su aventura fugitiva, la espuma del futuro, todo un tiempo por vivir de uñas rojas y fuegos artificiales, de ciudad latiendo a la velocidad de la música más vertiginosa. Todos, incluido él mismo, todo aquel coro de tías meteretes y visitas hipócritas habían estado rezando para impedir aquellos días de seda y oleaje, apartarlo para siempre del campus universitario y los labios de Inés y de la libertad y del sonido de las noches de tía Marta en la habitación contigua. Entre todos, cuántas promesas bañadas en lágrimas habrían llegado a hacer al infinito a cambio de que las cosas fueran tales que él permaneciese allí, en el triste pupitre rodeado de vacío, soñando no estar para que Susana muriera de añoranza y lo imaginase reír, apoyado en su moto, rodeado de muchachas bajo altísimas torres de cristal.
Como cuando hierve la leche en la cacerola y alguien que llega corriendo apaga el fuego, las cosas recuperan de golpe su lugar. Ahora que su madre lentamente comenzaba a recuperarse, atisbó por vez primera la dicha que como oro sucio se ocultaba en cada pliegue del sufrimiento pasado y sus lágrimas fueron ahora por esas burbujas y esa efervescencia que no habrían de volver si no reaccionaba pronto, si no se decidía de una vez por todas y bajaba las escaleras a hurtadillas en el silencio de la noche para sustituir en sus frascos todas aquellas carísimas pastillas que los médicos habían recetado a su madre, por vulgares analgésicos del mismo color.
L’orphelin
Tout ce qui s’était passé pendant la matinée paraissait à l’heure de la sieste comme d’un autre pays ou d’une autre époque, le rêve heureux d’un inconnu. Se lever tôt pour aller au lycée, en ayant comme toujours mal dormi, le cartable débordant de devoirs pas faits et de vieux cahiers écornés, et aussi l’ennui infini des cours, regarder Susana un jour encore, ses bras dorés, et la regarder et la regarder sans rien attendre, un triste avion en papier, il se trouve que c’était la gloire, le bonheur absolu mais lui alors ne pouvait pas le savoir.
Il ne pouvait pas s’imaginer qu’il habitait le paradis, il aurait dit plutôt que c’était la merde tout ça, le sandwich au pain d’hier, le foot sans en avoir envie, les boutons sur la figure, ne plus savoir comment s’asseoir, où caser ses putains de jambes après cinq heures en salle de classe. Il ne pouvait pas le savoir parce que son père ne l’avait pas encore appelé pour lui dire, avec toute la tendresse dont un ours est capable, que sa mère sent seulement qu’elle s’épuise à chaque pas, mais qu’en réalité ce qui se passe c’est qu’elle est en train de mourir et, que selon l’avis des médecins, dans quelques jours ils se retrouveront seuls.
Ça pourrait être cela l’enfer, le coup brutal qui soudain t’oblige à voir dans l’actualité la plus blessante un doux passé et, à cause de ce regard vertigineusement bouleversé, comprendre qu’une existence gâchée et sans espoir avait été le septième ciel et que lui n’en avait pas le plus lointain soupçon; et qu’au portail du jardin d’Eden, juste à côté de la porte de sortie, la mère va mourir comme on peut mourir un après-midi, vaguement et sans savoir.
Jours en l’air, jours à vivre comme en flottant au milieu des choses qui perdent peu à peu leur forme et leur relief, à voir comment la douleur s’impose à force de rapetisser tout le reste, dévorant le sens du monde et la gravité de ses affaires. Ce qui jusqu’à hier le préoccupait tant, la solitude, les notes, les quêtes poussives cesse tout d’un coup de lui importer et toute cette liberté amère, tout ce sale poids qu’il envoie promener, ne laisse place qu’à un froid inépuisable contre lequel ne peuvent rien ni la compréhension solidaire ni les pots gratis, ni la chaise que lui cèdent ses camarades ni l’humidité des regards qu’ils lui lancent. Jours à arriver à la maison, laisser les livres tomber par terre dans le vestibule et entrer vite dans sa chambre pour la voir. Et penser "la voir" et penser "encore". Et la trouver entourée de coussins dans sa chemise de nuit neuve pour recevoir les médecins, presque toujours en train de goûter à cette heure-là, son bol de lait tiède, le tremblement du biscuit trempé jusqu’à ce qu’il arrive à la bouche. Jours à promettre d’aider son père et à promettre d’étudier beaucoup, à promettre tout, tout, et apporter des verres d’eau de la cuisine, à vaincre les rougissements et lui caresser la tête. Et sentir que son âme est comme une huître dans le jus de citron. Jours à ne pas pouvoir pleurer pour qu’elle ne sache pas. Jours à dîner tout seul, à baisser le son de la télévision et voir le ciel qui s’écroule.
Si elle disparaît, peut-être que le sens des choses ne reviendra pas, ni l’urgence des affaires. Peut-être que pour toujours tout deviendra indifférent et que le monde avec tout son fatras et, à cheval sur le monde, lui-même, se transformeront sans délai en quelque chose qui tout simplement n’aura plus aucune importance, comme ça a l’air d’être le cas dans cette grisaille présente dans laquelle, assis sur une caisse de bouteilles d’eau gazeuse sur le balcon, il a pris sa tête dans ses mains. Comme quand tu es trempé et qu’il continue à pleuvoir, comme quand tu es mort mais que personne n’est disposé à cesser de te blesser. Et chaque coup de couteau t’est égal, et chaque douleur est comme une douleur dans un rêve.
Quelques parents sont venus successivement au village, surtout les fins de semaine, les dimanches on ne manque pas de tapes dans le dos. Les hommes n’arrêtent pas de proposer leurs services pour des voyages à la pharmacie, tout ce qu’il faudra, leur voiture est devant la porte, n’importe quelle démarche, n’importe quoi et ils s’assoient pour lire le journal s’il n’y a rien à faire et ils se lèvent encore et ils vont et reviennent du bureau de tabac, pendant que les femmes se mettent les tabliers de la malade, couleurs de mère, et préparent des plats, des menus banals que tous mangent ensuite entre des bruits de verre et de cuillers et des murmures qui parlent de sortir de ce mauvais pas, de goutte-à-goutte et sortir de ce mauvais pas, le printemps qui vient et sortir de ce mauvais pas, orphelin et sortir de ce mauvais pas.
Maintenant que les choses commencent à aller vraiment mal et que la mère ne parle presque plus et que respirer est quelque chose qui commence à trop la fatiguer, la tante Marta est aussi venue de Barcelone, la cousine germaine la plus jeune de son père, avec lequel elle est restée à parler au petit matin et elle a préparé le café des confidences et des projets. Mais les murs de l’insomnie sont en papier à cigarettes et le garçon écoute de sa chambre accroché à sa bouillotte comment son rude père, hésitant et vieilli plus que jamais cette nuit, parle avec Tante Marta, dont lui-même ne connaît que les commentaires du village pris au vol de-ci de-là, des choses éparses, par exemple qu’elle fume du tabac blond américain et dépense trop chez le coiffeur, que son malheureux mari excédé a dû la quitter, que ce n’est pas un bon exemple pour sa fille Inesita parce que tout finit par se savoir et elle a eu des amants, et amants c’était un mot qui renvoyait toujours le garçon sans qu’il sache pourquoi, peut-être du fait d’un vieux film oublié, à la partie haute et intérieure de la cuisse féminine, juste où se trouve la frontière entre le bas et la chair, entre le tissu et la peau pure et terrible, là où termine la soie et commence la femme, ce qui est la femme femme, avec cette autre façon d’être douce, douce avec tremblement et réponse, pas douce soie mais douce chaleur. Et il avait pensé à tout ça cette fois-là, dans une des rares occasions où il l’avait vue, à une noce, dansant seule après le dîner, une brillante coupe de champagne à la main, zigzaguant parmi les tables et les regards, amante, faisant tourner sa jupe entre tous les regards, amante, et rejetant d’un mouvement de la tête sa chevelure en arrière, brebis noire, petit chocolat noir, fatal chocolat à la liqueur. Et maintenant Tante Marta, en pantoufles et douce dans le silence de la nuit, Tante Marta, dont il avait entendu tant de fois qu’on la taxait de "cette cochonne", se faisait du souci pour lui qui était supposé dormir à l’étage, comme personne jusqu’à présent ne l’avait fait. Elle essayait de convaincre son père qu’au village on ne s’occuperait pas bien de lui, que ce serait bien pour lui de quitter pour un bon bout de temps cette maison qui ne lui apporterait que des souvenirs et encore des souvenirs et pas un de joyeux parce qu’à son âge ces choses sont encore plus terribles, quoique terribles elles le sont pour tout le monde, bien sûr, et il fallait voir pour ses études, se dominer et penser aux études du pauvre garçon, et près de chez moi se trouve l’école où va Inesita, par exemple, s’ils ne sont pas dans la même classe il ne doit pas y avoir grande différence, et c’est une école mixte, et lui, de la pièce du haut, a lu mixte, des filles de la ville, des filles pas comme Susana, pendant que la tante Marta continuait à parler au salon, il commençait à griffer les murs de son étroit cachot, et côté finances en ce moment on dirait qu’elle va bien et l’appartement est grand et des choses comme ça, monde qui s’effondre, se distraire un peu, l’esprit en déroute, surtout que le petit se distraie un peu.
Tante Marta, l’amante qui dansait seule avec ses longs gants et le verre à la main, venue de la ville immorale et lointaine, surgie du cinéma comme une déesse des eaux, opinait que le mieux pour le gosse allait être pour le moment de partir avec elle et avec la cousine Inés, celle qui avait été même si nul ne le savait, sa fiancée préférée de l’enfance, princesse du grenier, espiègle comme personne à l’heure de la sieste jusqu’à ce qu’elle cesse de venir l’été à partir du divorce de ses parents et de tous ces ragots dont il fallait la protéger. Elle ne doit plus être l’enfant qui dévorait des bandes dessinées et déchirait ses robes en grimpant dans les granges ni l’infirmière malicieuse avec sa coiffe en papier à croix coloriée avec de la peinture Alpino qui menaçait de moucharder à quoi ils avaient joué, soutirant ainsi des images et des promesses, des billes et de rougissants baisers. Aujourd’hui, sûr et certain, elle doit traverser la ville, rapide sur sa motocyclette, illuminée par tous les réverbères et les néons du bord de la mer.
La conversation terminée au rez de chaussée, le garçon resterait plusieurs heures les yeux ouverts dans le noir. Inés, dans son imagination, continuait à parcourir sans fin les rues nocturnes d’une ville, faite de samedis et de lumineuses images de carte postale, qui accueillerait une nouvelle étape de sa vie, les jours de liberté sous les mouettes et les tours de verre. Et il rêva d’une école débordant de filles, amies de sa cousine, et y être l’orphelin qui débarque dont il faut s’occuper, surtout quand son regard se perd dans le vide. Et une chambre avec une table et une lampe de dessinateur, de celles qui se plient dans tous les sens et prendre des rendez-vous dans des bars à trois étages en début de soirée les vendredis, et les soins de Tante Marta, le verre de lait avant de dormir servi par des mains aux ongles peints en grenat. Et écouter après, de sa chambre, le bruit des hommes qui au petit matin entrent et sortent comme chez eux.
Les jours suivants, les plus durs jusqu’alors de la maladie de sa mère, le garçon les a vécus secrètement apaisé par ce fragile espoir qui, sans amoindrir le mal, l’embellissait pourtant d’une beauté de mer de nuages parce qu’il faisait trembler à chaque minute la force du destin de son arc tendu. Peut-être n’est-il pas possible de laisser sans sujet la tristesse, de lui arracher sa victime, d’échapper à sa gueule avide d’amertume innocente et de fuir déguisé vers un territoire lointain et inconnu, mais tout plutôt que de l’attendre ici, les bras croisés, dans le village délabré, capitale de l’ennui, avec son insupportable puanteur de temps au rabais, de fin des haricots, de bouts de chandelle. Au moins là-bas, au-delà de la douleur qu’il faudra bien traîner comme un chien obscur, pointera quelque chose que l’on pourra appeler la vie devant soi et il cessera de contempler le futur comme un grand bloc de ciment arrêté, colossal et glacé devant ses yeux.
Les étés il reviendrait au village en T-shirt et lunettes de soleil et il demanderait aux garçons assis au bar si les choses vont comme toujours, si c’est ça qu’ils appellent vivre, si une fois pour toutes ils n’en ont pas marre du car des samedis pour le chef-lieu de canton, de s’y casser le cul tous les week-ends à courir toujours après les mêmes deux ou trois coincées, ou de l’humidité de la maison de jeunes avec son poêle à butane et ses caisses de bière périmée et ses affiches décolorées de concerts auxquels aucun d’entre eux ne peut dire qu’il est allé. Il leur demanderait si sérieusement ils peuvent le supporter et, l’air de rien, il leur soutirerait aussi des nouvelles de Susana, pour savoir si elle était heureuse maintenant qu’il était parti et ce qu’elle avait fait de cette mine de bêcheuse, de ses airs de princesse, des rêves parfumés qui l’excluaient. Sûrement qu’elle s’en repent, maintenant qu’il est bien trop tard, et qu’elle écrit son nom dans des cahiers secrets.
Un de ces après-midi-là, en arrivant à la maison, le garçon a trouvé l’ambiance complètement changée. Il y avait une joie contenue qui, sans parvenir à rompre totalement le grave climat de silence, ne se traduisait qu’en chuchotements et pas précipités. Pour la première fois depuis bien longtemps, on a entendu une des tantes qui ce jour-là préparait le dîner parmi les poêles siffler une chanson à la mode. Il y avait eu de bonnes nouvelles et c’était que, sans le claironner, surtout pas, les médecins opinaient à présent, à cause des résultats des dernières analyses, que la mère en réalité n’allait pas aussi mal qu’ils ne l’avaient cru, qu’elle avait récupéré étonnamment bien et que si ça continuait, attention, si elle suivait scrupuleusement le sévère traitement il y avait des raisons solides d’espérer. Après le dîner, son père a voulu trinquer avec un peu de cidre et a remercié tout le monde pour les prières et les soins et le mal qu’ils s’étaient donné et a encouragé le garçon à mettre toute la gomme sur ses études maintenant, à rattraper le temps perdu et à faire des efforts et que pour la prochaine évaluation il essaye de réussir toutes les matières qu’il pourrait. Il n’avait plus d’excuse Dieu merci maintenant qu’on commençait à être mieux dans sa peau, parce que Dieu merci il semblait que tout n’avait été qu’une frayeur inhumaine, mais frayeur en fin de compte, Dieu merci, ce Dieu gris qui au passage lui volait son aventure fugitive, l’écume de l’avenir, tout un temps à vivre d’ongles vernis et de feux d’artifice, de ville vibrant à la vitesse de la musique la plus vertigineuse. Tous, y compris lui-même, tout ce chœur de tantes fouineuses et de visites hypocrites avaient prié pour empêcher ces beaux jours de soie et de ressac, pour l’écarter à jamais du campus universitaire et des lèvres d’Inés et de la liberté et du son des nuits de Tante Marta dans la chambre voisine. A eux tous, combien de promesses baignées de larmes n’avaient-ils pas faites à l’infini en échange de ce que les choses soient telles qu’il reste là, au triste pupitre entouré de vide, à rêver de ne pas être là pour que Susana meure de nostalgie et l’imagine en train de rire, appuyé sur sa moto, entouré de filles sous de très hautes tours de verre.
Comme quand le lait bout dans la casserole et que quelqu’un arrive à toute vitesse pour éteindre le feu, les choses reprennent tout d’un coup leur place. Maintenant que sa mère commençait doucement à se remettre, il découvrit pour la première fois le bonheur qui comme de l’or sale se cachait dans chaque pli de la souffrance passée et ses larmes à présent ont eu pour cause ces bulles et cette effervescence qui ne pourraient pas revenir s’il ne réagissait pas tout de suite, s’il ne se décidait pas une bonne fois pour toutes et ne descendait sur la pointe des pieds l’escalier dans le silence de la nuit pour échanger dans les flacons toutes ces pilules extrêmement chères que les médecins avaient ordonnées à sa mère avec de vulgaires analgésiques de la même couleur.
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