Cuando Arturo salió de la ducha aquella mañana de domingo, tres días después de volver de Isla, se quedó paralizado ante el espejo. No cabía duda, había heredado de su abuelo, un pariente desconocido seis semanas antes, los iris de color avellana y el vigoroso trazo del mentón. Incluso reconoció un rasgo metálico, casi desdeñoso, en su mirada. Aquel hallazgo acentuó la desazón. Nunca acabamos de conocernos, pensó, con el sobresalto del que descubre un quiste en el cuerpo. La genética operaba silenciosamente, estamos programados para alcanzar una fisonomía y, poco a poco, como actúa un virus informático que se activa en una fecha precisa, los caracteres aletargados se manifiestan. ¿Acabaría pareciéndose a don Eloy?
La tos de su padre en la habitación contigua lo sacó del ensimismamiento. Comenzó a secarse y notó la pujante erección, el veneno de los sueños atravesaba la membrana y contaminaba la vigilia. Miguel tosía como un perro. Aunque el viaje había concluido, las vivencias lo trasladaban a Isla. Deseaba morder la dentadura de Carla, besarle la delicada piel del vientre. La yema del dedo pulgar se acomodaba en el hoyo del ombligo de su prima. ¿La tos de su padre era normal? Tampoco era normal desear a una prima hermana, un ansia encharcada en el fondo del cerebro. La tos le recordaba dónde residía, en casa de sus progenitores, un piso ubicado en los barrios modestos que se levantaron apresuradamente en el tardofranquismo. Ni siquiera se había emancipado a los veintiocho años.
El armario de Irene, donde su madre guardaba los útiles de depilación, colgaba en un rincón del baño. Si lo abría percibiría el tufo de la cera, el olor mortuorio que flota en las catedrales viejas. ¿Qué perfume usaba Carla? La remembranza del aroma fue tan poderosa que creyó estar oliendo la fragancia en la nuca de su prima, ¿por qué no se atrevió a besarla en el hueco de la cerviz? Varias veces, cuando se acercó a ella por la espalda tuvo que reprimirse. Abrió el armario y el efluvio rancio de la cera le trajo a la memoria el rostro amortajado de don Eloy: los labios no conseguían cubrir la dentadura y el difunto yacía con un semblante sarcástico. Lo fascinaba aquella máscara de brea fría, por eso anduvo entrando y saliendo de la habitación donde habían colocado el ataúd, a veces soportaba durante varios minutos la visión de la mueca burlona del abuelo muerto a través de la tapa de cristal. Tenía que olvidarlo, decidió Arturo, borrar los archivos mentales desarrollados durante la estancia en Cantabria. Si no extraía los recuerdos, aquel paquete de memoria activa corrompería todo el sistema operativo.
Al cerrar la portezuela, como ocurría siempre que curioseaba en el armario de su madre, se enganchó una tira del chapeado. En lugar de desprenderla cerró con brusquedad y el canteado saltó. Allí estaban, a la vista, unos centímetros de conglomerado, un armario con las chapas levantadas por la humedad. El contraste entre el aroma evocado de Carla y el tufo de cera recalentada acabó de enojarlo: un baño mediocre de una familia de clase baja, ¿superaba la nómina de su padre los mil trescientos euros?, eso era todo. Los olores que conservan los armarios, impregnan la ropa y te hacen reconocer a ciegas cada una de las habitaciones le parecieron ordinarios. Como él mismo, un informático sin aspiraciones, un buen actor integrado en una compañía de aficionados que actuaba en el Teatro del Mercado, en una sala semivacía. Semillena, como decía Jarque, el actual director, empeñado en satisfacer al público con obras intrascendentes.
Desnudo frente al espejo, Arturo esperaba que el miembro perdiera turgencia para evitar la sonrisa comprensiva de Irene. Le repugnaba cualquier mención a la sexualidad en presencia de sus padres, a veces abandonaba el cuarto de estar cuando aparecían escenas eróticas en el televisor. Durante la última semana, el mismo día del entierro incluso, lo asaltaban las imágenes lúbricas, el cabello de Carla le acariciaba el rostro. Rememoró la desnudez de la joven mientras tomaba el sol en la playa, apoyada sobre los codos: al reír echaba la cabeza hacia atrás y se estremecían los pechos. Una zorra absolutamente desconcertante. ¿Se habría ido de la lengua la enfermera? Si Julia le hubiera contado a Carla su torpeza sexual, la prima habría lanzado un comentario mordaz. Era improbable, jamás vio conversar a las dos mujeres, Carla trataba al servicio con displicencia.
Debía asumir la vulgaridad del entorno y olvidar las confesiones de un abuelo agonizante. Estaba en el baño diminuto del piso de sus padres, la tapa de la taza tenía una melladura en el borde que los tres evitaban. A un lado del espejo, sobre una bandeja de plástico, reposaban la maquinilla de afeitar de Miguel y una brocha que perdía las cerdas. A veces, los sábados, Irene se depilaba las piernas con la maquinilla y se originaba una discusión.
-Te coges una nueva, que ya sabes dónde están, Irene -protestaba su padre.
-La que está en la bandeja me cae a mano. Qué tiquismiquis te estás volviendo.
-¿Qué te cuesta, mujer? -insistía Miguel.
-Nada, ¿qué más me da?, pero es que no me acuerdo -se disculpaba Irene.
Prestó atención e interpretó los ruidos. Su madre estaba en la cocina, se oía el trasiego de la vajilla. Miguel tosía en el salón, el salón umbrío de los domingos. Como su vida, pensó Arturo, una vida puede semejarse al salón donde desayunas los domingos, adornado con una enorme aralia de plástico. ¿A que parece de verdad?, repetía Irene. Mírala, que no es porque lo diga yo, la planta está logradísima. El comedor se abría al norte a través de un balcón, bloqueado por el inmueble de enfrente, un prisma de ladrillo rojo, caravista de tercera, donde se apilaban pisos de obreros cualificados. En los bajos, sobre el metal ondulado de las puertas, se anunciaba un taller de chapa y pintura.
Iba a salir de todas formas del baño. De repente resbaló en los azulejos y se golpeó el dedo meñique del pie contra el soporte del lavabo: la uña se ennegreció rápidamente. Ni siquiera gritó. Sentado en la taza soportó el dolor, el alicate de acero había apresado un cordón nervioso y las vibraciones percutían en las sienes. Pese a estar recién duchado notó el sudor en la espalda. El dedo emitía un sonido delgado, como un maullido.
Cuando se recobró intuyó que la breve estancia a orillas del Cantábrico desestabilizaría su vida. Planificaría los meses venideros para conseguir olvidar: terminaría el trabajo de la empresa, debía retocar varias webs antes de colgarlas, y se tomaría una semana de vacaciones para asumir la estrategia. Los tres primos habían acordado, en realidad lo propuso Carla con una sensatez inesperada, olvidar el asunto. Sin embargo la herencia irradiaba una seducción morbosa. Después, a la vuelta de vacaciones, se dedicaría a los ensayos, estrenarían la obra a finales de otoño. Tan sólo quedaba proseguir como si nada hubiera ocurrido, aunque dudaba de que David, demasiado joven, mantuviera la promesa si lo presionaban sus padres. Continuaría con los encargos de cartelería publicitaria, su especialidad. Arturo, no es porque domines el photoshop o el freehand, es que tienes un toque de pintor, de buen gusto, que sí, chaval, la cartelería es lo tuyo, le decía Juan Alvar. Los halagos del jefe, una técnica burda pero efectiva, lo estimulaban; en cada encargo procuraba crecerse y dejar su huella. Aquella era la línea de pensamiento correcta. La estancia en Isla se convertía en una partición del disco duro con un sistema operativo distinto, a la que no debía acceder. Con el tiempo se iría borrando el lujo voluptuoso de cada gesto de su prima, la curvatura del empeine, el diminuto foso donde se unen las clavículas... Se le caería la uña.
Mientras Arturo se vestía en su habitación oyó las protestas de su padre por la tardanza; lo esperaban para desayunar. Evocó el timbre de voz de Don Eloy, como todos llamaban al abuelo, similar al de su hijo primogénito. Los hechos que había contado don Eloy, con la indiferencia lúcida que procura la proximidad de la muerte, mancillaban la imagen de su padre. Cuando ocurriera, y en ese sentido la vida es inexorable, podría viajar por el mundo, seguir los pasos de Tennessee Williams, hospedarse en los mejores hoteles y disfrutar en las plateas de los teatros selectos. Ada y Van viajaban sin cesar mientras escribían sus insólitas memorias y revivían el brote de los amores adolescentes en Ardis. ¿Dónde estaba el libro de Nabokov? Caminó hacía la estantería y lo detuvo la punzada del dolor. El malestar, la vulgaridad del baño y la perspectiva del desayuno familiar cristalizaron en una cólera difusa. No podía culpar a nadie, ni siquiera aborrecer a su padre. Sin embargo, observó con secreta complacencia que comenzaba a odiarlo. ¿Dónde guardaba Ada o el ardor? Recordó que le había prestado el libro a Olga, la que hizo el papel de Nora en la primera compañía, una obra de Ibsen que nunca llegaron a estrenar. Él interpretó al doctor Rank, siempre papeles secundarios porque le faltaba carácter para exigir lo que le pertenecía, primer actor. Revivió la risa de porcelana de don Eloy, una risa descascarillada, leve, y su voz desfallecida:
-Me han dicho que pasas horas conversando con el ingeniero. Es un profesional que aprende rápido. Con los años, si consigue mirar las leguas como centímetros, leerá las entrañas de la corteza con provecho.
-¿Te mantienen informado de lo que hacen tus nietos?
-Ah, bueno, comentarios del servicio. En este territorio soy casi dios, lo sé todo. Es una casona, hijo, habitada por mi gente -y don Eloy soltó aquel sonido que le hacía temblar la dentadura postiza.
¿También sabía que se acostaba con Julia? ¿O fue él mismo quien se lo sugirió a la enfermera? Rememoró el rostro amortajado.
-¡Claro! -exclamó Arturo de pronto.
Inesperadamente acababa de despejar la duda que le había impedido dormir las noches posteriores al fallecimiento de don Eloy. Comprendió que la mueca irreverente del cadáver tenía una explicación: lo habían amortajado con la dentadura postiza. ¿Quién lo había amortajado? Posiblemente Fabián, el criado que lo afeitaba, el sirviente más fiel, un viejo con limitaciones mentales que lloraba oculto en los jardines cuando el amo murió. Todos los sucesos vividos en los cuarenta días parecían irreales, un teatro del absurdo salvado por la genialidad de los actores. Por el contrario, la vuelta a la ciudad, el reencuentro con la familia, alumbrado por el fanal mágico de aquellos días, era una representación tosca: los actores balbuceaban, las tramoyas mostraban el cartonaje y la acción resultaba anodina. Toleraba una película mediocre o finalizaba la lectura de una novela deslavazada, pero nada llega a ser tan pedestre como una mala función de teatro.
-¡Que ya voy!
El desgarro de su contestación le pareció inapropiado. Su madre lo requería para desayunar, comenzaba la función, a escena. No se atreverían a llamarlo de nuevo. Se acercó a uno de los cuadros que colgaban junto a la puerta, los rostros de Arthur Miller y Shakesperare, silueteados en negro sobre una plancha de cristal, enmarcaban una mención honorífica. Fue el regalo con que obsequiaron a cada uno de los componentes de la compañía de teatro Dédalo por la representación, hacía cinco años, de Panorama desde el puente. En el cristal del cuadro se miró la dentadura. Le habían empastado tres muelas y un puente sujetaba el colmillo. A los veintiocho años tenía la boca podrida. ¿Acabaría con dentadura postiza? La misma dotación genética que el abuelo.
Oyó toser débilmente a Miguel. Sus padres lo aguardaban para desayunar, como casi todos los domingos. Harían suposiciones sobre la tardanza, interpretando el desprecio de la contestación. Quizá habría que esperar veinte años, día a día, larguísimos. Para superar una prueba tan dilatada no servía la condición de actor, debía convertirse en el personaje. Encarnaría al Arturo que fue, a un informático, qué suerte, había encontrado un buen trabajo, decía su madre, mi hijo tiene una pasión, quién lo diría, y es el teatro, que un día, quién sabe... Parece tímido, ya lo veis los vecinos, pero cuando pisa un escenario se crece, desde niño. Interpretó la primera obra, ¿qué años tendría?, eso, trece o así. En cuatro ocasiones han aparecido críticas en el periódico, y en una de ellas decía que era un actor sólido y con matices.
Al salir de la habitación disimuló la cojera y trató de atemperar el carácter, aunque algo fermentaba en su interior. ¿Qué estaba ocurriendo? Los flashes que alumbraban la pantalla de su conciencia lo trasladaban de lugar: Carla se mordía el labio inferior de un modo especial, una delicada pinza con un sólo colmillo. Morderle las muñecas y lamerle los pezones. Arturo sintió el deseo en la dentadura, la misma aspereza que al morder una fruta verde. La uña del meñique, comprimida por el zapato, le impedía andar con normalidad. El aroma del café invadía el piso. Contrariamente a lo que había ocurrido en los últimos años, la ceremonia del desayuno dominical le desagradó.
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