No recuerdo cuándo se fijó en mí. Ni cuándo me fijé en ella. Apareció, y punto. Yo malvivía en un pisucho de Cuatro Caminos con otros tres desubicados y ella revoloteaba por Madrid hasta que se tropezó conmigo. Me contó historias que, al principio, me dieron igual, después, me hicieron sonreír y, al final, lograron que aparcara las cosas que creía importantes para escucharlas. Bebíamos cerveza y hablábamos. Ella hablaba. Parábamos en un bar, pedíamos dos jarras grandes, heladas y espumosas, y yo escuchaba. Seguíamos caminando, entrábamos en otro tugurio, pedíamos otras dos jarras y unas patatas fritas, y yo seguía escuchando. A veces, pagábamos. A veces, no. Quizá debería haberla besado en uno de aquellos bares. Quizá ella esperaba un beso. O quizá no. Me cogía del brazo, se sentaba encima de mí y seguía hablando y hablando y hablando. El caso es que no la besé. Nunca.
Una tarde me contó que estaba escribiendo una novela. Bueno, en realidad había escrito varias, pero la de entonces era la definitiva. Sólo tenía un boceto y quería que lo leyese. Le importaba mi opinión. Yo también escribía, o creía escribir, pero no se lo dije. Sólo asentí. Ni siquiera pregunté de qué iba. Ese día no hablamos más de la novela.
A la tarde siguiente me volvió a coger del brazo y paseamos como dos viejos. No nos metimos en ningún bar porque no me quedaba dinero para invitarla y a ella parecía no importarle caminar. Bajamos toda la Gran Vía desde la Plaza de España hasta Alcalá y volvimos a subir por la acera de enfrente hasta la altura de Santo Domingo. Nos perdimos en las callejas que bajan a Arenal, remontamos y reaparecimos en la Gran Vía. Bajamos hasta la Telefónica y, siguiendo el instinto, cogimos el arranque de Fuencarral. Al llegar a Tribunal, ella se calló y tiró de mí hacia Malasaña. Se detuvo en un portal de la calle Velarde. Un portal de madera en una casa de vecinos vieja y señorial, pero muy sucia, como todas las de la zona. Es aquí, dijo. Aquí vive Archi. Nunca había oído ese nombre. ¿Quieres subir?, me preguntó. ¿Por qué iba a querer subir? No sé quien es Archi, le dije. Es el protagonista de mi novela, me respondió, pero si no quieres subir, lo entiendo. No es agradable ver a Archi, pero yo tengo que verle. Es mi obligación. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo? Me encogí de hombros y me quedé quieto, observando cómo sacaba unas llaves y abría la puerta para perderse tras ella. Estuve un rato parado, en silencio, con las manos en los bolsillos, hasta que empecé a entumecerme, me di media vuelta y me fui.
Al día siguiente, ella no me llamó. Ni yo a ella. Al otro, tampoco sonó el teléfono, y yo tampoco lo marqué. Así pasaron nueve días en los que apenas salí de casa y bebí ron con los desubicados que decían vivir conmigo y proyectamos estúpidos planes veraniegos y nos reímos y nos emborrachamos. Al noveno día, el teléfono sonó y del otro lado llegó su voz.
-Tenemos que vernos.
-¿Ahora?
-No, esta noche, te invito a cenar.
Ella nunca me había invitado a cenar. Nunca habíamos cenado juntos.
Los nueve días anteriores ella había estado con Archi y no había pasado uno solo sin que me maldijera por no llamarla para rescatarla. Podías haberme llamado tú a mí, le objeté. Eso hubiera sido rastrero, suplicante e indigno. Si me rescatas es por tu propia iniciativa, no esperes que te lo pida.
-¿Quién es Archi?
-Ya te lo he dicho: el protagonista de mi novela.
-Entonces no tiene vida fuera de ella.
-Sí, sí que la tiene. De hecho, yo voy a encerrar esa vida en mi libro. Ahora anda un poco suelta, y eso no es bueno para el mundo.
-Bien, vale, Archi será el protagonista de tu novela. Pero, ¿quién es ahora?
Suspiró, dio un trago largo a la Guiness, se limpió la espuma del labio con la lengua y me contó de un tirón la historia de Archi Escario:
Primero encontré a un nieto de Alejandro Sawa. Es un apellido muy raro y supuse que estaría en la guía de teléfonos. Claro que también podía ser que no viviera en Madrid. En realidad, no sabía gran cosa de Sawa y podía no haber dejado hijos ni nietos, o que estuviesen todos en Argentina exiliados de Franco o muertos o en el Polo Norte. Antes de ir a la ese, busqué en la e, para ver si venía por Estrella. Me habría parecido lo más lógico, un sublime acto de coherencia literaria, que todos sus descendientes adoptasen ese nombre: Max Estrella. Me desengañé y miré en la ese. Y ahí estaba: Raúl Sawa. No podía ser otro. La dirección que venía era de Lavapiés. Primero pensé en llamar, pero luego decidí que sería mejor acudir en persona, sin avisar. ¿Te imaginas que no me gusta su voz por teléfono? A veces pasan esas cosas. Nunca acudiría a una cita con alguien que no tuviera una voz bonita. Puedo soportar muchas cosas, pero no las voces desagradables o desangeladas. Así que, al día siguiente, después de comer, cogí el metro hasta Lavapiés y me planté en el portal. Pero no me atreví a llamar. Estuve dos horas parada en la calle y no reuní valor. Salieron y entraron algunos vecinos, pero todos eran demasiado jóvenes como para ser Raúl Sawa. Cuando al fin supe que no iba a ser capaz, me metí en un bar y me tomé un White Label con Coca-cola. Sí, es una vulgaridad, pero mi fracaso me hacía sentir muy vulgar y me merecía ese castigo. Quise volver al día siguiente más armada de valor, pero por la noche comprendí que sería inútil, tiempo perdido. En realidad, no quería conocer a Raúl Sawa. Me bastaba saber que existía y que a través de su dirección y de su teléfono podía remontarme al semen y a los testículos del que yo consideraba el último bohemio. Pero la propia vida del nieto de Sawa era también la prueba biológica del fracaso de su abuelo: Alejandro Sawa no era un final de raza. Alejandro Sawa no era una cerilla que se había consumido sin más rastro que algo de negrín en un cenicero. No había nada que recuperar porque sus genes vivían en un tal Raúl Sawa que, seguramente, sería un cretino. O no. Pero era un pebetero indigno para un fuego que se quiso extinguir y los espermatozoides y los óvulos reavivaron. Maldita fertilidad, declamé. Maldita fertilidad, que alientas la podredumbre y reproduces incluso a quienes sólo aspiran a destruirse. Alejandro Sawa era un fraude. Ya no me servía. Valle-Inclán fue un imbécil por haber creído en él. ¿Qué coño iba a ser él el último bohemio? Yo sólo quería rescatarle con palabras y se me desmoronaba antes de tan siquiera atisbarlo. No había un último bohemio. No existían los finales de raza. Al final, siempre venía un útero a negar esa ínfima gloria de gatopardo. Lo más difícil en esta vida, por paradójico que suene, es consumirse. Yo necesitaba encontrar ese final de raza, rescatar los últimos estertores de la bohemia y apropiarme de ellos. Guardarlos en un frasquito y enseñárselos al mundo. Mirad, son míos, yo los he encontrado. El último bohemio, el final de la cadena, la chispita previa a la oscuridad. Durante mucho tiempo había creído que esa chispita era Alejandro Sawa, pero estaba claro que no era así. Presentía, como un cosquilleo, que algún piso sucio y pestilente del viejo Madrid debía guardar ese eslabón. ¿Pero dónde? No iba a ponerme a buscar casa por casa. No había tiempo para eso. Tenía que seguir documentándome. En algún párrafo encontraría el apellido idóneo, el destello correcto, la pista oportuna. Pero no lo encontré en ningún libro, sino en un fotograma. Por entonces yo me veía con un profesor de literatura mucho mayor que yo. Él intentaba deslumbrarme con su conversación y con lo bien que preparaba los gin-tonics por las tardes. Me sacaba a cenar a restaurantes por las noches y me follaba por las madrugadas en su casa. Era un poco rutinario, pero a mí me entretenía. El pobre se creía cinéfilo, o algo así. Y, algunas tardes, pretendía descubrirme el cine en la filmoteca. Era insufrible ver películas con él. Un tostonazo. Pero aguantaba porque follaba bien y preparaba un rissotto que te mueres. El caso es que, una tarde de filmoteca, vimos un documental español de los años 70: La desidia. Era una crónica lacrimógena y cursi sobre la decadencia de una familia de literatos, los Escario. Los primeros minutos, todos los miembros me parecieron unos imbéciles, pero pronto cambié de opinión. Eran tres hermanos que intentaban sublimar la pesada losa que su padre, también literato, había dejado sobre ellos. Los tres le odiaban y se odiaban entre sí, pero la violencia era refinada, sutil, cínica y puramente verbal. Uno de ellos, lo habrás adivinado, era Archi. Se movía con una indiferencia tremenda. Fumaba con desgana, era lánguido, se echaba el pelo hacia atrás y sonreía a medias. Sus hermanos, o estaban locos o enfurecidos, pero él se sentaba con las piernas cruzadas en un banco y fumaba. Apenas hablaba. Me fascinó, y salí del cine convencida de que él era el último bohemio. Ya en la calle, tomé dos decisiones: dejar de ver al pesado del profesor y buscar a Archi. Así que, esa noche me follé por última vez al preparador de rissottos y, a la mañana siguiente, madrugué mucho para empezar el trabajo. En realidad, era muy poco lo que se sabía de Archi. Llevaba años retirado de la circulación. Ya no iba a fiestas, cócteles ni presentaciones de libros. Muchos de sus viejos amigos hacía tiempo que no sabían de él. Algunos creían que había muerto, y todos aprovechaban para contar una o dos anécdotas que yo anotaba en un cuaderno. Archi no era un escritor, era un literato. Quise conocerle antes de encontrarle. Quise cerciorarme de que, efectivamente, había dado con el último bohemio. Archi jamás escribió un libro ni mostró interés en hacerlo. Nunca se esmeró por destacar en ninguna labor artística. ¿Para qué? Él mismo era arte. Él era un bohemio, no un mediocre que necesita espantar sus fantasmas dando la paliza al prójimo. Su propia existencia bastaba. Él ejercía, en todo caso, de musa. En los 60, unos poetas catalanes le tomaron por su mascota y se lo llevaron a París con la pretensión de follárselo. Casi lo consiguieron, pero lo que de verdad lograron fue activar una pulsión destructora que habitaba en él desde hacía muchos años. Encendieron la vela y la cera empezó a consumirse entonces. Archi dejó de ser musa y se convirtió en bohemio, ardiendo hacia su propia destrucción. Se abandonó y se dejó querer por amores que se relevaban tan pronto descubrían que el verdadero amor de Archi era Archi. Un amor tan desganado como el que profesaba al resto del mundo. Reconstruí y atesoré un Archi mítico, literario, pero medido en evocaciones y pistas reales. Un Archi que degeneraba lánguido, como la brasa de un cigarro, sin ganas ni voluntad de ser aplastado contra el cristal de un cenicero. Era algo mucho más deslumbrante que un suicidio: él pretendía inmolarse a ritmo biológico para proclamar sin estridencias el final de su raza. Después de Archi no cabrán más bohemios. Hoy ya no caben más bohemios. Él es una ucronía que se deshace, que se funde como mantequilla en la sartén de Madrid. Ya sabía todo eso, pero me faltaba la carne, la presencia, la voz. Y un viejo conocido me dio la clave, una clave que había estado delante de mis narices todo ese tiempo y yo no había sido capaz de ver: Archi Escario se escondía tras un feo pseudónimo que trazaba semanalmente la crítica televisiva en un gran diario. Era su única fuente de ingresos y, probablemente, era exigua. Al menos, tan exigua como esos raquíticos comentarios que aparecían en un recuadrito junto a las parrillas. Llamé al periódico y engatusé como supe al jefe de Cultura, hasta que accedió a darle mi teléfono y mi nombre a Archi. Por supuesto, nunca me llamó. Pero yo no iba a darme por vencida por un contratiempo tan estúpido. Escribí veinte variantes semanales de largas protestas insultantes con sabor de sacristía dirigidas al crítico de televisión del diario poniendo a parir sus artículos. Me esforcé mucho en ellas y procuré ser todo lo cruel que sabía ser. Ninguna salió publicada, pero seguro que se las remitían y que se divertía mucho leyéndolas. Al cabo de dos meses, obtuve el efecto deseado. En el buzón encontré un sobre muy fino dirigido a mí. En su interior, sólo había una cuartilla manuscrita y sin firmar que decía: "Deje de tocarme los cojones, haga el favor, que me fatiga su monserga". Pero había cometido un desliz: quizá sin darse cuenta, mecánicamente, había puesto el remite. Al fin, tenía su dirección, y esta vez no me iba a quedar en la calle, porque estaba ante el verdadero último bohemio. Sin perder tiempo, esa misma tarde llegué a la calle Velarde y llamé al interfono. Me respondió una voz cansada, y no supe qué decir, pero finalmente me salió un "propaganda" que debió sonar convincente. Subí los tres pisos y me planté en la puerta. No te aburriré con las trolas que le conté al principio hasta que me gané su confianza. Sólo te diré que el piso apestaba, que había polvo y telarañas por todas partes, que las persianas estaban bajadas, que había restos de comida en cada mueble y que Archi apenas se levantaba de la cama. Hacía unas semanas que se había hecho un corte en una pierna, no se lo había curado y le supuraba asquerosamente. Casi latía. Le desinfecté lo que pude y llamé a un médico. Tuvieron que internarle y estuvo una semana ingresado, recuperándose de la gangrena y de la deshidratación. No recibió una sola visita en el hospital, salvo las mías, que se repetían cada mañana a las 10. Le llevaba dos yogures naturales, que era de las pocas cosas que podía comer, él me intentaba meter mano, yo no le dejaba, me reía un poco y me iba a comer. Por las tardes, acudía a su piso y lo limpiaba hasta la hora de la cena. No imaginas la de mierda que había, pero logré recomponerlo aceptablemente. Era un viejo piso con muchas habitaciones y techos altos que probablemente fue construido para un abogado o un médico de finales del XIX y que, desde los años 40, era la residencia familiar de los Escario. Todavía quedaban muchos libros en los estantes, y algunos muebles, restaurados, merecían la pena. Pero una cosa me llamó la atención: no había ninguna tele. ¿Cómo escribía crítica televisiva alguien que no veía la tele? Confirmado: mi búsqueda no había sido en vano, era de verdad el último bohemio. Cuando volvió a casa, se enfadó mucho por mi limpieza. Me gritó, me insultó, me llamó de todo y me echó del piso. Estuve toda la noche llorando, sintiéndome el ser más imbécil del universo, hasta que al mediodía siguiente me llamó disculpándose e invitándome a comer. Acudí. Cómo no acudir. Acudí feliz e inhalé todo lo que pude. Su carne, su presencia, su voz, no me habían defraudado en absoluto. Ya estaba con Archi Escario. Ya poseía a Archi Escario y estaba dispuesta, estoy dispuesta a encerrarle en las páginas de mi novela. Es un pulso en el que a veces parece que vence él, pero yo juego con mucha ventaja. No puede conmigo. Yo no soy como las demás. A veces, me agota. A veces, cree doblegarme y que puede arrastrarme. Eso es lo que pasó estos días de atrás. Él también necesita aferrarse a una mano tendida y tirar fuerte de ella. Entonces, casi me ahoga y necesito ser rescatada. Pero ahora estás tú y seguro que no podrá encerrarme en Velarde. Es un cobarde y no se atreverá a enfrentarse contigo. Estaba un poco harta, necesito descansar de él unos días: llevo más de una semana dándole de comer yogures y ahora necesito beber cervezas contigo. ¿Está tu curiosidad satisfecha?
Iba a contestar que no, pero me callé. Lo único que cabía, dadas las circunstancias, era responder con un beso húmedo y estrecho. Pero, como ya he dicho antes, nunca la besé. Apuramos la cerveza y salimos a pasear la noche madrileña, en dirección contraria a la calle Velarde.